INVITADAS: PRIMERAS IMPRESIONES
Concha Díaz Pascual
Por fin llegó la tan esperada exposición que iba a conseguir aflorar la pintura de mujeres que el Museo del Prado mantenía guardada en sus almacenes o dispersa en instituciones no siempre accesibles para su visita. Si ese era el objetivo, solo en parte parece haberse cumplido.
Son de agradecer los medios que el Museo ha puesto a disposición del público, en especial la completa información que ofrece en su página web con imágenes y amplias explicaciones además de su interesante presentación, en estos tiempos de aislamiento. El contenido de esta exposición ofrece luces y sombras cuya primera impresión quisiera compartir, pues cualquier persona que conozca la línea de este blog comprenderá el interés que me suscita la materia.
El título como contexto de la exposición: “Invitadas. Fragmentos sobre mujeres, ideología y artes plásticas en España (1833-1931)”
El largo título aplicado a la muestra refleja claramente que no estamos ante una exposición sino ante varias. El Museo ha vuelto a hacer lo que ya resultó criticable en la exposición de Sofonisba Anguissola y Lavinia Fontana. Si entonces se consideró insuficiente el discurso de una única pintora y se propuso una exposición doble, ahora ocurre lo mismo aunque a otra escala. En Invitadas se ha decidido que todo un grupo de mujeres artistas que, a pesar de las dificultades, consiguió abrirse un camino en el complicado y cambiante mundo del Arte de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, vayan acompañadas por sus compañeros varones con la excusa de ofrecer el contexto necesario para poder reflexionar sobre sus creaciones.
Si analizamos el contenido de las diferentes secciones, solo siete de ellas se ocupan de las mujeres como sujetos, es decir como artistas, quedando las once secciones restantes dedicadas al tratamiento tradicional de la mujer como objeto del arte, con una especial presencia de obras que nos muestran «mujeres solteras ó casadas que han menester perdón de padres ó maridos, desahucios, locos, trabajadores heridos y, en fin, todo linaje de calamidades é infortunios hechos con más ó menos dominio de la paleta, pero en general, faltos de sincera emoción, exagerados, en los cuales aparecen siempre el suceso y la situación no en el momento y con los caracteres que pueden ser más bellos y artísticos, sino buscando el modo de que impresionen desagradablemente». Hace 125 años Jacinto Octavio Picón describía de este modo las pinturas de la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1895, que sigue siendo válido para muchas de las obras que se exponen en Invitadas.
No es que considere que ese aspecto socio-moralizante carezca de interés y que probablemente mereciera un análisis y un espacio más amplio, pero aquí se ha convertido en el auténtico protagonista de la Exposición, restando importancia a la específica realización de mujeres artistas de la época. He realizado una pequeña encuesta (nada científica) de las primeras dieciséis entradas de internet que desde distintos ámbitos informaban de la inauguración de la muestra y he podido contabilizar unas 80 imágenes de las obras presentadas. De ellas únicamente 10 corresponden a pinturas realizadas por mujeres. En cuanto a las 70 restantes, como era de esperar, sobresalen por su frecuencia las obras Crisálida, El sátiro, Falenas, La rebelde y La bestia humana, todas ellas indicadoras de hacia dónde se ha dirigido el interés de los medios y por ende la visibilidad pública.
Siguiendo con las cifras, vemos que se expone una veintena de obras con escenas de costumbres protagonizadas por mujeres en situación de precariedad, otras seis, en las que se representa a la mujer como pintora queriéndose ver -con ojos de hoy- chanza y burla donde hay simple coquetería, y siete en las que se las presenta desnudas. Entre estas últimas dos adolescentes del pintor Pedro Sáenz, algo perturbadoras, sensación que se convierte en bochorno al saber que una de ellas ha estado hasta ahora depositada en Sevilla en el Cuartel General de la Fuerza Terrestre del Ejército del Aire, anomalía que esperemos se corrija a partir de esta exposición.
Dentro de ese enfoque, que no deja de repetir el modelo tradicional de tratamiento de la mujer en el mundo del arte -que ocupa más de la mitad de la exposición- quizás lo más contraproducente sea la pretendida intención de mostrar los sesgos machistas de una época pasada, lo que se traduce en una reproducción de los mismos, quizás a distinta escala y bajo una capa de nueva moralidad más liberal. Vemos en ocasiones un intento por incidir en la denuncia sobre ciertas temáticas, que lejos de suponer una reparación para el sujeto agraviado, vienen a mantener los mismos prejuicios que se pretenden combatir. Pongamos un ejemplo: la hermosa pintura que se presenta con el nº 22 titulada La toilette (1899) de Federico Godoy Castro, de innegable influencia sorollesca.
La obra se encuentra incluida en la sección 5 titulada «Madres a Juicio» y de ella se dice en el catálogo: «…una humilde muchacha que se peina sin recato ante los pobres chiquillos que juegan a su aire lejos de cualquier cuidado materno. …/… el desorden del entorno es, de algún modo, el desorden de su conciencia… Esa contraposición se traslada al título –toilette, arreglo, aseo- que se contradice con la suciedad y desarreglo que vemos». Conviene destacar que no se trata de un texto de la época sino del año 2002, y también preguntarse si la temática del cuadro justifica esa forzada interpretación.
Una presencia que sorprende por el amplio espacio que se le dedica en la Exposición y en el Catálogo es la del parisino Raimundo de Madrazo y Garreta, que a diferencia del resto de su familia es ajeno al contexto artístico español, pues abandonó el país con veinte años y no llegó a participar en ninguna de las Exposiciones Nacionales que periódicamente se celebraban. Considero que su personal visión de la mujer no es en absoluto representativa del modo de hacer de los pintores españoles de la época, que constituyen una nómina amplia y bien representada en el Museo.
Las pintoras en la exposición
Como se ha comentado, siete secciones de la muestra están dedicadas a mujeres artistas, seis de ellas a pintoras que son las que realmente aquí nos interesan. Era una antigua reivindicación de este blog que el Museo mostrara el conjunto de obra realizada por mujeres que conserva, bien en sus almacenes o de manera dispersa, lo que debería conllevar un avance en su estudio científico y clasificación. De este modo podrían verse los logros mayores o menores que consiguieron alcanzar mujeres de muy distintas procedencias en lo espacial y en lo social. Solo a través de la investigación se ha ido llegando a ellas en los últimos años, lo que supone un hito como reconocimiento de su mera existencia y de las dificultades que hubieron de enfrentar para poder coexistir en el difícil mundo del arte. Además, muchas de ellas se dedicaron también a la docencia cumpliendo un importante papel en la formación artística de otras mujeres de su época.
La tesis de la exposición ha querido evidenciarse en su primera sala, en la que aparece únicamente una obra, destrozada, asignada a la pintora Concepción Mejía, como metáfora del maltrato hacia la mujer artista. Se trata de una evidente exageración que convierte la anécdota en categoría. Así, olvidando la existencia de casos similares entre los fondos del Museo, tanto en obras de su almacén como sobre todo en el Prado disperso, se deja claro que este lienzo, perteneciente al Museo del Prado desde el año 2016, procede del Reina Sofía, fruto de la última reorganización de fondos entre ambas instituciones. Pero el exceso se redobla al afirmar que este tipo de situaciones parece afectar principalmente a obras realizadas por mujeres, cuando se comenta en el catálogo: «Otras obras de pintoras y escultoras decimonónicas custodiadas por el Estado vivieron idéntico peregrinaje, en el transcurso del cual desaparecieron varias piezas en circunstancias que se desconocen, lo que muestra el desinterés institucional por ellas».
En cualquier caso, la exageración se convierte en sarcasmo cuando, tras una pequeña investigación, se descubre que esta obra presentada de manera preferente y simbólica en Invitadas no ha sido realizada por una mujer sino por un hombre, por un invitado sorpresa.
A pesar de que la obra se conserva en un estado lamentable, resultaba extraño que hubiera sido realizada por una poco conocida pintora granadina, Concepción Mejía de Salvador, cuando su estilo se acerca más a la escuela valenciana que a la andaluza. La única referencia documental en la que se basaba su incorrecta atribución, realizada por los responsables del Prado, se encuentra en una relación de obras no inventariadas del Museo de Arte Moderno, publicada en el Catálogo general de Pintura del siglo XIX del Museo del Prado (2015) en el que la obra figura como “Megía (S.) Escena de Familia, Exn. B.A. [Exposición Bellas Artes] 153 x 245”. Esta referencia fue la primera pista para comenzar la búsqueda, que dio como resultado que la inicial «S», que en ningún caso podía pertenecer a Concepción, correspondía sin embargo a la del primer apellido del pintor almanseño Adolfo Sánchez Megías (1864-1945), formado en la Academia de San Carlos de Valencia y compañero de estudios de Joaquín Sorolla.
A partir de esta primera posible identificación, las pruebas se fueron sucediendo: una nota aparecida en la Gaceta de Madrid del 28 de julio de 1895 informa de que el representante de «un tal Adolfo Sánchez Mejía», autor de un cuadro presentado a la Exposición Nacional de Bellas Artes titulado «La marcha del soldado», había perdido el recibo talonario que le debía permitir recogerlo. La temática indicada por el título de la obra coincide bien con la del actual cuadro destrozado, en el que con un poco de esfuerzo podemos ver al hijo llamado a filas que recibe los consejos de su padre mientras dirige la mirada hacia las tres mujeres que están a la derecha en la estancia, entre las que se encuentra su apenada madre.
El siguiente paso, el cotejo de la firma, fue posible gracias a su reproducción en un estudio sobre el artista publicado por la historiadora del arte Pilar Callado («Adolfo Sánchez Megías. Pintor y Maestro», 2013). A pesar del deterioro de la obra ha sido posible identificar en la zona inferior derecha un fragmento de la firma que corresponde a sus dos iniciales, una S sobrepuesta a una M que coincide plenamente con la rúbrica conocida del pintor. Según Pilar Callado: “Aunque su segundo apellido aparece escrito de varias formas en los distintos documentos donde aparece, el artista siempre firma sus obras como Mejía”.
La constatación de la presencia de la obra en la Exposición Nacional de 1895 y la correspondencia de sus medidas con las del cuadro expuesto ha sido el último y definitivo paso del proceso para identificar correctamente el autor y el título original de la obra. En la página 184 de la sección de Pintura del Catálogo de 1895 figura con el nº 1.077: Sánchez Mejía (D. Adolfo) natural de Almansa (Albacete). «La marcha del soldado». Alto 1,50-Ancho 2,50 metros.
Todo lo expuesto nos lleva a pensar que la obra en cuestión no fue finalmente recogida por su autor al término de la Exposición y de ahí su presencia en los fondos del Museo de Arte Moderno, donde permanecería durante décadas en un almacén, a falta de cuidados y sufriendo un gran deterioro. Lo que resulta verdaderamente sorprendente es que la pintura haya sobrevivido hasta hoy en esas circunstancias y que ahora se encuentre colgada como cabecera en una exposición del Museo del Prado dedicada a reflexionar sobre el papel de la mujer en el sistema artístico de hace un siglo. Cabría preguntarse qué sentido cobra la metáfora inicial una vez revelada la verdadera autoría de la obra.
Señoras ¿Copiantas?
Las pintoras de la época, al igual que sus homólogos varones, acudían al Museo del Prado a realizar copias como parte de su formación como artistas. El Museo abría a diario exclusivamente para los copiantes mientras la entrada de público general se reservaba para un día a la semana. Todos los artistas que se formaron en Madrid, y los que venían de paso, fueron copiantes, pero a ellos no se les reserva esta calificación, pues se asume que además de copiantes, fueron pintores de todo tipo de géneros. El hecho de que alguna mujer haya podido utilizar el término “copianta” no permite convertirlo en regla aplicable a todas las pintoras que copiaron en el Museo, convirtiendo de nuevo la anécdota en categoría.
No obstante, el principal interés de esta sección es que permite contemplar obras pertenecientes a Patrimonio Nacional que, como hemos comentado anteriormente, son de difícil acceso. Conviene señalar que la realización de copias de obras del Museo del Prado fue una actividad lucrativa para muchas mujeres pintoras, para quienes constituyó un importante medio de subsistencia. El ejemplo más significativo en este sentido es el de la gran pintora Rosario Weiss, que a pesar de estar presente con su magnífica copia de los Duques de San Fernando de Tegeo en la exposición, podría haber estado representada por alguna de sus obras de «creación».
Al igual que en el caso de la supuesta obra destrozada de Concepción Mejía, alguna de las copias que se presentan denotan cierta falta de investigación previa que debería necesariamente acompañar una exposición de esta envergadura. Así, se presenta una copia de El Greco realizada por Paula Alonso Herreros sin aportarse ningún dato biográfico sobre su autora, como que se trata de una pintora toledana, alumna del pintor Matías Moreno, y que participó al menos en la Exposición Nacional de 1878 con diversos dibujos y retratos. También, aunque en sentido contrario, sorprende que se tome por pintora «creadora» a la extremeña Laura Díaz, de quien se muestra en el Catálogo una preciosa Ciociara, sin mencionar que se trata de una copia de la obra homónima del pintor extremeño Nicolás Megía que se encuentra en el Museo de Badajoz. Las obras de ambas pintoras pertenecen a Patrimonio Nacional y fueron regaladas a la que iba a ser reina, Mª de las Mercedes, con motivo de su enlace matrimonial, en el marco de esa curiosa costumbre de la época por la que un medio periodístico abría una suscripción para que los súbditos hicieran regalos a los monarcas en momentos señalados.
Ha sido una alegría poder ver en directo dos interesantes copias realizadas por Emilia Carmena Monaldi también procedentes de Patrimonio Nacional, una Mona Lisa a partir de la copia de taller de Leonardo y una Virgen del pez, copia de Rafael, ambas de notable factura y copiadas en el Museo del Prado, en cuyos libros de copistas consta su asistencia en repetidas ocasiones. Sentimos, no obstante, que su inclusión en esta sección no haya permitido mostrar su faceta de pintora «creadora» de al menos un retrato de los que habitualmente realizaban hombres. El retrato al que me refiero es el de Juan Antonio Martínez Alcobendas procedente de la Galería de Gobernadores Generales de las Islas Filipinas, que se conserva en el Museo del Prado (P05938).
Esta obra estuvo adjudicada hasta fechas muy recientes a un inexistente pintor de nombre «Emilio Carmona de Rota», hasta que una investigación publicada en este blog devolvió su autoría a la pintora que realmente lo realizó, lo que supuso incorporar una mujer más a la nómina de pintoras que integran la colección del Museo Nacional del Prado.
Además de ignorar esta obra y su curioso descubrimiento, otro error en el Catálogo de la Exposición (p. 293) muestra un presunto Retrato de la pintora de autoría desconocida que resulta ser el Retrato de su madre, Luisa Monaldi Mancini, pintado por Emilia Carmena tal como recoge Carmen Pescador del Hoyo en su artículo «La colección de cuadros de las Dominicas de Loeches» en la que aparece con el nº 202 de la colección (Anales del Instituto de Estudios Madrileños, nº 24, 1987).
Con carácter de «copianta» se nos presenta también a la pintora gaditana de origen ruso Alejandrina Gessler, conocida como «Madame Anselma», que no solo fue copista extraordinaria sino una excelente pintora creadora, que gozó de gran consideración artística y social y fue nombrada socia honoraria del Ateneo madrileño donde hoy sigue figurando su obra.
Ahora sabemos que muchas mujeres pintoras tuvieron fama y se ganaron la consideración y la admiración de sus contemporáneos; otra cosa son los demoledores efectos de la Historia del Arte sobre ellas, postergándolas, olvidándolas, negándolas o atribuyendo sus obras a sus colegas pintores. Pero esta es otra cuestión que no se suele abordar en los estudios dedicados a la mujer en el Arte.
La amplitud de la Exposición me hace dejar en el tintero una buena parte de las impresiones que serán objeto de una futura crónica.
Artículo publicado originalmente en Cuaderno de Sofonisba el 13 de octubre 2020.