LAS ROËSSET, ESAS PERFECTAS DESCONOCIDAS
Mª Ángeles Cabré
A las artistas que en el siglo XX han sido, y a las que las precedieron, les sucede como a los cadáveres de las fosas republicanas: en su mayor parte duermen el sueño de los justos porque quienes ordenan y mandan no tienen ni el más remoto interés en recuperarlos. Así las cosas, como si no fueran más que arrumbados cráneos polvorientos, esas mujeres de la cultura que allanaron el camino de nuestro quehacer actual salen una a una a la luz gracias a la tarea de aguerridas arqueólogas. Se las inscribe así pues de nuevo en la Historia y, con ella, en nuestra memoria colectiva. Sus peripecias vitales, sus historiales creativos, hablan sin embargo de mucho más que de mediciones antropométricas y nos revelan obstáculos, trampas, miedos y, en algunos casos, benditas complicidades. Trabajos de reparación que nunca nos cansaremos de aplaudir cuando están hechos desde el rigor, como es aquí el caso.
Nuria Capdevila-Argüelles, lectora en la Universidad de Exeter (Reino Unido), es una de esas arqueólogas que, bien pertrechada de los instrumentos propios de la historiografía, no es esta la primera vez que se lanza a combatir el silencio. Ya lo hizo en Autoras inciertas. Voces olvidadas de nuestro feminismo (2008), donde se hacía eco de cuatro “perfectas desconocidas” o casi: la mujer de letras y diplomática Isabel Oyarzábal de Palencia, la escritora Elena Fortún, la poeta Lucía Sánchez Saornil y la singular Hildegart.
En el libro que aquí comentamos, la autora ha elegido también a un cuarteto talentoso, pero en este caso perteneciente a la misma rama familiar y en su mayor parte al ámbito de las artes plásticas. Así, nos acerca con gran acopio de datos a dos pintoras (María Roësset Mosquera, que firmaba como MaRo, y Marisa Roësset Velasco), a la hermana escultora de esta última (Marga Gil Roësset) y a una editora (Consuelo Gil Roësset). María fue tía de las otras tres Roësset, siendo Consuelo y Marga hermanas y primas pues de Marisa. Apenas sabíamos algo de Marga Gil, a quien su sobrina, la poeta y fotógrafa Marga Clark, dedicó la novela de corte autobiográfico, Amarga luz (Funambulista, 2011), dando a conocer a esta niña prodigio cuya vida quedó truncada trágicamente a los veinticuatro años.
Si una particularidad tiene este libro, por encima de cualquier otro en el que podemos rastrear vidas olvidadas, no es solo el vínculo sanguíneo de las autoras tratadas (como lo sería por ejemplo Los Goytisolo, de Miguel Dalmau, donde los tres hermanos no dejan de ser contemporáneos), sino la sensación de hallarnos ante una cadena de talentos femeninos que nos llevan de paseo por un siglo entero, el XX. Sin olvidar que es de finales del XIX a las postrimerías del XX cuando se producen para la mujer los cambios más decisivos, este recorrido por las olvidadas Roësset no deja de ser pues un espejo en el que mirar la evolución de la condición creadora de la mujer a lo largo de esos cien años.
Un vía crucis que arranca aquí en 1882, es decir, que comienza a caballo entre el mundo decimonónico (pura naftalina para la mujer) y la modernidad que eclosionó en especial en la década de los 20, feudo en España de las primeras feministas, entre las que destacan las bautizadas como “las sinsombrero”, inscritas en el movimiento cultural republicano y reunidas en torno al bullicioso Lyceum Club femenino (donde en 1927 expuso Marisa).
A quienes pretendieron asomar la cabeza como creadoras en los albores del XX, les tocó lidiar con los insultos vertidos durante siglos sobre la condición femenina y que aún entonces coleaban: Marañón las acusa de hombrunas si osan tener inclinaciones artísticas y el Premio Nobel Jacinto Benavente se niega a dar precisamente una charla en el citado Lyceum alegando problemas de agenda y afirmando que él no podía dar conferencias “a tontas y a locas”.
A continuación, durante el inacabable franquismo, a estas aspirantes a artistas les correspondió lidiar con el papel de esposa y madre que pretendían imponerles Iglesia y Estado (si no eran acaso sinónimos), en una reticencia absurda a dejarlas participar de la fiesta de la cultura. Y llegada la Transición, ninguna se libró de arrastrar las traumáticas huellas de tanto esfuerzo sin que se notara, pues pocos eran los que estaban dispuestos a admitir su culpa aludiendo a una paridad cultural inexistente, tanto en la inmediata transición como aún hoy.
Un vía crucis que estas cuatro creadoras apellidadas Roësset ejemplifican a la perfección, pues mientras otras creadoras fundamentalmente de izquierdas han optado por el exilio (Maruja Mallo, María Blanchard, Remedios Varo, Concha Méndez, Zenobia Camprubí, María Teresa León, Mercè Rodoreda…), las que se quedan en el país viven un sacrificio doble: aquel al que les obliga la bota de la dictadura y aquel que les inflige su condición de mujeres. Ni siquiera por su afinidad al Régimen, al pertenecer las Roësset a una familia conservadora, será el suyo un camino de rosas, por mucho que hayan tenido la suerte de pertenecer a una burguesía que fue caldo de cultivo para las niñas destinadas a ser futuras escritoras o artistas plásticas.
María Roësset Mosquera, Desnudo de niña con brazos cruzados, Museo de Bellas Artes, A Coruña
De este modo MaRo (1882-1921), contemporánea de M. Blanchard, vive como cuenta la autora de este ensayo el momento en que para las mujeres se desdibujan las fronteras entre lo público y lo privado. A pesar de contar con el apoyo de su marido (con quien, por suerte para ella, establece una alianza avanzada a su tiempo, y quien le presenta a pintores como Madrazo o Regoyos), no alcanzó jamás notoriedad en vida, permaneciendo en la orilla del amateurismo, que no dejaba de ser lo que se esperaba de ella. Aunque el autorretrato que pintó en 1912 y que hoy está en posesión del Museo del Prado, bien nos diga que la suya podía haber sido una venturosa carrera.
La suicida Marga Gil Roësset (1908-1932) apenas tuvo tiempo de rasguñar inquietantes ilustraciones deudoras de Aubrey Beardsley y de esculpir un puñado de grupos escultóricos y de bustos (entre ellos el de su amiga Zenobia Camprubí), siendo las suyas esculturas claramente ginocéntricas que aún así no la salvan de llevar el alma fuera y el cuerpo dentro, como escribió Juan Ramón Jiménez, su gran amor y al parecer la causa última de su prematuro adiós. Con la apariencia doliente de una Annemarie Schwarzenbach, Marga destruyó a martillazos buena parte de su producción antes de quitarse la vida. Hasta el año 2000 no se expuso lo que quedó de su obra, cosa que sucedió en el Círculo de Bellas Artes. “En ella estaba todo como un don del más allá”, había escrito en 1929 el crítico de arte José Francés.
Por su parte Marisa (1904-1976), también pintora, fue amiga del krausismo, pero católica y apostólica. Eso no quita que estudiara en la Academia de Bellas Artes con artistas como Dalí, aunque su primera maestra fue su tía MaRo. Especializada en retrato y cultivadora de la pintura religiosa, fue una lesbiana discreta y recibió algunos reconocimientos, aunque con la guerra decidió dedicarse a la docencia y hasta finales de los años 60 dio clases de pintura en su estudio del número 27 de la madrileña calle Goya.
Rose des Bois de Consuelo Gil Roësset, con ilustraciones de Marga Gil Roësset
Y finalmente la más longeva de las cuatro, Consuelo (1905-1995), se nos presenta como una activa letraherida. De hecho forma parte del 7,9% de españolas que en 1931 estudian en la universidad, cosa que incluso compagina con la maternidad, convirtiéndose en catedrática de inglés de enseñanza secundaria. Monárquica (en concreto borbónica y defensora de don Juan), fue una mujer ilustrada y apasionada de la cultura, traductora literaria y colaboradora de revistas como Flechas y Pelayos.
Defensora del carácter pedagógico de la prensa para pequeños lectores, se consagra a las publicaciones infantiles y juveniles como Chicos o Mis chicas, renovando la historieta española y siendo asimismo la descubridora de mujeres como Borita Casas o Gloria Fuertes, que lanzó en sus tebeos y sellos editoriales. Casada con el músico José María Franco Bordons, al parecer en los fondos de la Fundación Juan March se encuentran letras de canciones escritas por ella pero a nombre de él, al estilo pues de la servicial María Lejárraga, que firmó toda la producción de su marido. Queda como testimonio suyo la entrevista que le hizo Montserrat Roig para la televisión catalana siendo Consuelo Gil (“doña Consuelo”) ya anciana.
Está visto que sin saberlo, y acaso sin quererlo, las Roësset contribuyeron a la emancipación femenina en España, a ese camino hecho de permanentes avances y retrocesos. Recordarlas nos ayuda a explicar cómo trata de aferrarse a sus inclinaciones artísticas y cómo despunta la mujer que ansía crear a lo largo de un siglo que debiera haber visto a su término el triunfo de la igualdad en la cultura, pero que a nuestro pesar no lo vio.
Aún así, reconforta pensar que el trabajo espeleológico a favor de las mujeres de la cultura, como el que largamente han llevado a cabo estudiosas como Shirley Mangini, Antonina Rodrigo y otras, tiene continuidad en nuevas investigadoras como Nuria Capdevila-Argüelles, que a la solvencia suma la amenidad y la buena letra. Bienvenida pues esta nueva pieza de nuestra historia artística e intelectual, ese puzzle al que aún faltan tantas piezas.
Nuria Capdevila-Argüelles, Artistas y precursoras. Un siglo de autoras Roësset, Librería Mujeres/horas y Horas la editorial, Madrid, 2013.