LAS INVITADAS DEL MUSEO DEL PRADO Y SU CATÁLOGO
Maite Méndez Baiges
Para quienes se dedican a la historia del arte desde una perspectiva de género hay una diferencia neta entre trabajar sobre mujeres y hacerlo con un enfoque feminista. Porque son muy conscientes de que el género no es un asunto o una figura iconológica más, sino eso: un enfoque, una perspectiva, y, en suma, una herramienta útil para el análisis crítico de los discursos acerca de la historia del arte. Esta metodología lleva aparejada un acentuado carácter teórico, que es como decir una conciencia muy aguda de que los nuevos relatos se inscriben en la historiografía al uso para agitarla, removerla, descentrarla o deconstruirla. De hecho, en algún momento, Griselda Pollock se refiere irónicamente a “la tan temida teoría”, para hablar de un temor que aqueja a los historiadores del arte tradicionales, quienes no entienden otra narración que la de la sucesión de genios individuales o estilos artísticos. En esos círculos, la teoría es percibida como una amenaza porque conduce a la toma de conciencia sobre la falacia de que la historia es una ciencia neutral y objetiva y sobre cómo se construyen esos relatos. A la vez que proporciona la luz, el valor y la voluntad de descabalgarlos. Usar esa perspectiva es abrir la caja de Pandora, permitir que se escapen los “males” que atenazan a la historia del arte, sacar a la luz sus costuras ideológicas. Además, la perspectiva de género nos impulsa irremediablemente a ser críticos con el patriarcado y nos hace especialistas en detectar sus instrumentos de “dominación simbólica”, como la construcción (por ejemplo, visual) del sujeto “mujer”; sea en su versión de objeto de la mirada masculina, ya en la de agente activo del sistema artístico en un momento y lugar determinados, a la luz de todo ello, me pregunto cuánto hay de perspectiva de género en la exposición Invitadas del Museo del Prado.
A algunos museos les cuesta tomar nota de las rápidas novedades que se suceden en la disciplina de la historia del arte cuando se utilizan enfoques como el feminista, el poscolonialista o, de manera más amplia, el transnacional. Pero algunos de los más poderosos del mundo ya han incorporado sus aportaciones a sus montajes. El MoMA, por ejemplo, que en lo que va de siglo ya ha sentido tres veces la necesidad de renovar su discurso sobre el arte moderno, presentó el año pasado una reordenación inaudita de su colección, con la que daba buena cuenta de su puesta al día. Las señoritas de Avignon (1907), la joya de la corona del arte moderno, ya no convive plácidamente con otras obras de inicios del cubismo de Picasso y de Braque, sino que a día de hoy mantiene un animado diálogo con una pintura de la afroamericana Faith Ringgold y con una escultura de otra mujer artista, de reconocimiento tardío pero hoy indiscutida, Louise Bourgeois. Las “señoritas” de Picasso se miden así con otras mujeres y con afroamericanos, en lugar de con pinturas cubistas. Es toda una declaración de principios, materializada en el itinerario museístico, sobre la necesidad de acuñar nuevos relatos y de abandonar viejos postulados. Demuestra así también que ha asumido la inexistencia de un espectador universal, de una mirada única y objetiva. Parte de la pluralidad de miradas y relatos que eclosionaron hace ya tiempo, tras la caída de los grandes relatos. Seguramente si Invitadas hubiera propuesto una instalación alternativa, con solo confrontar algunos de los óleos presentes en su exposición, podría habernos brindado un atisbo de estos nuevos discursos críticos, en lugar de atenerse, tal y como confiesan sus responsables, a enseñar la actitud misógina del sistema artístico oficial y la sociedad burguesa del XIX, que, por otro lado, no desconocíamos.
Todo historiador del arte es consciente de que trabajar con imágenes es un asunto delicado. Y que si en esas imágenes aparecen miembros de grupos secularmente humillados, marginados o maltratados, nos las vemos con un material altamente sensible. Un material que requiere ser tratado de un modo que no sirva, ni siquiera involuntariamente, para reforzar o perpetuar la humillación de ese grupo, por un lado, ni el placer de la dominación, por otro. Y requiere un esfuerzo adicional por comprender y transmitir la idea de que “el lenguaje que habla la imagen ventrílocua es el de su contemplador” (Régis Debray).
El texto de Estrella de Diego en el catálogo de Invitadas del Museo del Prado titulado “En torno al concepto de calidad y otras falsedades del discurso impuesto” es, desde el propio título, una advertencia sobre esas cautelas necesarias a la hora de hacer historia del arte. Advierte una y otra vez de que “Hablar de mujeres no es hacer crítica feminista”, así como de que tampoco lo es añadir nombres de artistas rescatadas si el propio relato sale inalterado tras esta operación.
El enfoque de la exposición Invitadas parece sin embargo haber hecho oídos sordos a todo esto. Pues creo que, si hubiera atendido a estas advertencias, habría descartado, para empezar, ese título de Invitadas cuyas connotaciones, para mí, están a medias entre el chascarrillo y el eufemismo. Se trata de un título que, desafortunadamente, profundiza en las cicatrices abiertas por el patriarcado, hélas!, en lugar de contribuir a sanarlas. ¿De verdad podemos considerar invitadas a personas que no pueden declinar una invitación ocasional para acceder a un sistema que las encadena? Es ofensivo aún hoy, quizá porque los ecos de la misoginia patológica del siglo XIX no han dejado de resonar a principios del siglo XXI, y todavía con más saña en ciertas coordenadas del planeta.
Para la redacción del catálogo de Invitadas se ha invitado a colegas de prestigio, algunas de ellas tan curtidas en cuestiones de género como Estrella de Diego, una de las pioneras y maestras de los estudios de género aplicados a la historia del arte en España, donde, como ella misma cuenta, se abrieron paso en los años noventa, con cierto retraso respecto a otros lugares de nuestro ámbito cultural. En su texto aborda también los conceptos-trampa del discurso histórico-artístico que han contribuido a relegar a la mujer al papel de subalterna en esta historia, empezando por el de “calidad”, emparentado a su vez con el de “genio”, tan arraigados en los relatos sobre el arte como inconsistentes y volubles. Traza asimismo unas pinceladas sobre la genealogía de los estudios de género en la historia del arte, y sus sucesivos objetos de interés: desde la necesidad de rescatar a las artistas olvidadas o invisibilizadas hasta la de transformar enteramente los fundamentos de la disciplina. A la luz de su texto, da la impresión de que la exposición del Prado ni siquiera ha rozado estos intereses del feminismo. Hay una especie de décalage entre los textos del catálogo y el discurso expositivo. Y no solo por eso, sino porque en el catálogo abundan los estudios, de indudable interés, sobre la mujer artista en el sistema artístico oficial del siglo XIX en España. Es, en suma, un libro en el que el peso específico de las mujeres artistas españolas entre el XIX y el XX parece mayor que en el montaje expositivo.
Personalmente, me ha resultado también iluminadora la lectura de otros apartados del catálogo: como el de Carlos Reyero sobre la caricatura de la mujer en el entorno artístico del XIX; el de la fotografía como la irrupción de una nueva profesión con posibilidades para el género femenino, a cargo de una auténtica experta en la materia, María de los Santos García Felguera; y el de María Dolores Jiménez Blanco, una interesante síntesis sobre el lugar de las artistas españolas entre finales del XIX y principios del XX entre la sumisión al sistema y los primeros atisbos de búsqueda de un aire más respirable. Y, por supuesto, el dedicado a la mujer y el cine, también de Estrella de Diego, que se aleja de lo español para destacar la labor pionera de Alice Guy-Blaché y otras realizadoras. Pone además de manifiesto que, desde su aparición, el cine se presentó como un medio especialmente propicio para cuestiones femeninas. Esos nuevos medios, las nuevas técnicas y lenguajes artísticos serían en efecto cruciales para que las mujeres se independizasen de las imposiciones de un medio artístico tan opresivo como el que dibuja la exposición. Y, a fin de cuentas, para que el propio arte se liberase en parte del pesado lastre del patriarcado.
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Imaginemos que todas/os somos libres de acceder a un mismo ámbito. ¿Cómo saber quiénes, dentro de él, siguen siendo libres y quiénes no? En un fragmento de la autobiografía de la feminista marroquí Fatima Mernissi (que por cierto encontré en un texto de Estrella de Diego) se ofrece una respuesta muy lúcida:
Entonces una frontera cósmica divide al planeta en dos. La frontera señala las líneas de poder, porque donde quiera que haya una frontera, hay dos clases de criaturas que caminan por la tierra de Alá: de un lado los poderosos y de otro los impotentes. Pregunté a Mina cómo sabría yo en qué lado estaba. Su respuesta fue rápida, breve y clarísima: “Si no puedes salir, es que estás del lado de los impotentes” (Fatima Mernissi, Sueños en el umbral. Memorias de una niña del harén, El Aleph, Barcelona, 2003).
La perspectiva de género nos proporciona la llave que abre las puertas y ventanas de esos espacios para que ideas, gente, el aire mismo que respiramos circule libremente. Hoy sabemos más que nunca de su importancia vital. En su ausencia, quizá nuestro destino sea quedarnos en estancias herméticamente cerradas, de ambiente cargado, como el de un interior doméstico burgués de la pintura de género del XIX.