EL MITO DE OFELIA Y LA MITOLOGÍA DEL CIBORG
EN LA OBRA DE MARINA NÚÑEZ
Menene Gras Balaguer
Cuando Ofelia se convierte en un ciborg, mediante la apropiación y conversión de esta figura del lenguaje con nombre propio, que opera Marina Núñez (Palencia, 1966), en una figura animada cuya sensibilidad informa acerca de su capacidad de sentir y pensar, aunque sea la representación de un mito humano que el teatro crea en el siglo XVII, se entiende que esta transformación no tardará en generalizarse en muchos ámbitos de la vida humana. El impacto de la tecnología aplicada a los procesos cognitivos y sus implicaciones se han experimentado a través de las diferentes ciencias particulares relacionadas –psicología, neurobiología, lingüística, biología evolutiva, computación y comunicación aplicadas– que han permitido reproducir máquinas que piensan y sienten siguiendo el modelo humano. La robótica aplicada a la cirugía y a la medicina en general ha demostrado que la ingeniería electrónica puede no solo ser de una utilidad irreemplazable para alargar la vida humana, sino producir prótesis mecánicas que faciliten la sustitución de algunos órganos por artefactos que puedan desempeñar funciones equivalentes, mejorando la calidad de vida y la esperanza de supervivencia. Asistimos a un proceso reversible que implica una humanización de la tecnología y una tecnificación progresiva de las ciencias humanas. En el centro de la obra de Marina Núñez, se encuentra este sujeto moderno que no puede ser considerado aisladamente, sin tener en cuenta que su existencia se vincula mediante hilos y cables invisibles a un contexto que lo mantienen en vida; un sujeto que se alimenta a través de sus raíces, como si fuera un árbol, o que levita en el aire desafiando la fuerza de gravedad, sin apenas esfuerzo, como si pudiera disfrutar de facultades que sólo se conceden a los temidos robots que parecen amenazar el futuro humano y acabar con la supremacía del hombre en el reino natural. Las máquinas vivientes que Marina Núñez crea se remontan hasta este “hombre-máquina”, que a mediados del siglo XVIII La Mettrie (Saint Malo, 1709 – Berlín, 1751), como el médico filósofo que se empeñó ser, construyó recurriendo al mecanicismo cartesiano pero oponiéndose a Descartes y rechazando el dualismo alma/ cuerpo, por el que se resolvía la supremacía del hombre ante los demás seres vivos de la naturaleza.
La demostración de La Mettrie consistía en descubrir los mecanismos por los que el ser humano se animaba, sin contemplar la existencia de una causa inmaterial por la que éste siente y piensa diferenciándolo de los animales. El empeño de este médico en cartografiar un universo material para poder explicar el mundo viviente mediante una metodología comparada sin excluir ni el reino animal ni el vegetal buscaba el modo de hacer innecesario definir la existencia de un alma desconocida que la razón no puede explicar y sólo la fe justifica. Su objetivo consistió en partir de las causas materiales de todos los procesos por los cuales el hombre piensa y siente, sin necesidad de plantear la existencia del alma humana que Descartes situaba en la glándula pineal para tratar de dar forma a la causa de aquella actividad humana asociada a la racionalidad atribuida al pensamiento. La Mettrie lleva hasta las últimas consecuencias su intención de probar la causalidad material de todas las funciones del cuerpo humano y la imposibilidad de separar la res cogitans, relacionada con las funciones cognitivas, el pensamiento y el habla, y la res extensa, con los órganos del cuerpo. Contra el dualismo cartesiano, La Mettrie defiende un monismo materialista, que acerca al hombre y a todos los seres vivos que habitan en el reino natural, para demostrar que las actividades cognitivas asociadas con un principio inmaterial derivan de causas materiales como las impresiones y sensaciones percibidas y elaboradas por los órganos de los sentidos. Su sensualismo se debe por una parte a la confianza en la ciencia y la técnica subyacente en el discurso que sostiene anticipándose al desarrollo del materialismo histórico contra el deísmo ilustrado que aún aceptaba la existencia de una divinidad a la que el ser humano trata de imitar; y por otra, a la aportación de los empiristas ingleses que le preceden. El hombre-máquina aparta todos los argumentos acerca de la superioridad humana sobre los demás animales y plantas; el discurso comparado aplicado a todos los reinos de la naturaleza le hizo escribir posteriormente “Los animales más que máquinas”, donde parodiaba la inútil superioridad del hombre para mostrar que los primates no humanos podían tener una inteligencia incluso superior a los anteriores sin recibir educación ni ayuda al inicio de la vida. Para él, antes de recurrir a un principio inmaterial como punto de partida para el reconocimiento de la capacidad del hombre para el habla y otras funciones cerebrales relacionadas con lo que en definitiva se nos hace creer en la superioridad del hombre sobre los animales y el reino vegetal, era indispensable investigar las causas materiales por las cuales se nos capacita para desempeñar aquellas facultades reservadas a los primates humanos que nos capacitan para ejercer las funciones que nos caracterizan. Primero, escribió el “Tratado del alma” (1745), con el ánimo de descartar su supuesta espiritualidad, y a continuación “El Hombre planta” (1748) y “Los animales más que máquinas” (1750). De la comparación del hombre con las plantas y los vegetales deducía el parecido entre los diferentes organismos, aunque su contribución realmente consista en rechazar la definición cartesiana de los animales a los que el filósofo consideraba incapacitados no sólo para las actividades cognitivas sino también sensitivas. De ahí que si bien La Mettrie identifica al hombre con una máquina, comparándolo con los animales que para Descartes sólo son máquinas, paradójicamente al rechazar la herencia cartesiana se empeña en probar que los animales son más que máquinas, no sólo por su parecido con el hombre sino porque su sensibilidad es análoga a la del hombre y por consiguiente si a este último se le atribuye un alma a los animales también, lo cual resulta inaceptable.
Marina Núñez, Ingenio, vídeo, 2010
La obra de Marina Núñez pone un énfasis especial en la figura del ciborg, considerando que se trata de una criatura compuesta de elementos orgánicos y dispositivos cibernéticos, cuya presencia en la sociedad actual no hace más que acrecentarse, hasta el punto de que de un modo u otro todos somos ciborgs (1). Si esta denominación se divulga originalmente a partir de 1960, coincidiendo con la exploración del espacio y las posibilidades de vida en entornos extraterrestres, para preparar o mejorar al ser humano y hacerlo más resistente para su adaptación a cualquier medio, el ciborg se encuentra en el centro de un debate que pone en entredicho la autonomía del sujeto hombre/mujer. Este fenómeno se debe tanto a las investigaciones derivadas de las implicaciones del impacto de la tecnología aplicada a los procesos cognitivos, que han facultado a este sujeto mismo para reproducirse en otro que es producto de la robótica y que puede imitar todas sus funciones, como a los descubrimientos que se han producido debido a la excelencia operativa de las herramientas que los han facilitado o por las meras prótesis que han reemplazado partes del cuerpo humano imprescindibles para el funcionamiento del organismo. Pero también tiene que ver con la transformación múltiple que este mismo sujeto puede llegar a experimentar en el imaginario colectivo con las tecnologías aplicadas al diseño mediante la digitalización de los medios correspondientes, para traducir en imágenes figuras que durante mucho tiempo han sido creaciones de exclusiva fabricación de la literatura fantástica o del cine de terror. El procedimiento para ella no es muy diferente del que utilizaría si se limitara a la pintura de sus inicios, aunque las posibilidades de su recreación y puesta en práctica por la imaginación digital son infinitas, como se desprende de las variaciones que propone a raíz de las alteraciones a las que puede dar lugar y cuya descripción nos remite siempre a las imágenes mismas como el mejor modo para su percepción y comprensión.
Marina Ñúñez, La mujer barbuda (Ángela 2), 2017
Se trate o no de reminiscencias de un futuro que aún no existe en la realidad, pero cuya hipótesis no deja de ser plausible debido a las creaciones virtuales que se han sido objeto de divulgación masiva, la propuesta de Marina Núñez muestra desde hace tiempo una coherencia y una continuidad que se prolonga desde hace muchos años, como se percibe en la reciente retrospectiva de la galería Rocío Santa Cruz, comisariada por Gloria Picazo (“Post, Trans”, Barcelona, del 24 de mayo al 26 de junio, 2017), y en su obra última expuesta en la galería Pilar Serra, durante el mismo período de tiempo, con el título “La Mujer barbuda”, cuyo referente más inmediato es el cuadro del mismo nombre pintado por José de Ribera en 1631. Las coincidencias entre las diferentes producciones son la razón de aquella lógica dominante que se impone entre sus monstruas y las extrañas figuras que ella concibe en las que se perciben indicios de marginalidad, soledad y exclusión, anticipándose a la evolución futura del género humano marcada por el progreso imparable de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, y de sus aplicaciones en las diferentes disciplinas. La presencia en la escena internacional y local de la artista se debe entre otras cosas a su constante investigación acerca de los modos de reformular la representación de la evolución de la humanidad, teniendo en cuenta los cambios producidos por el desarrollo imparable de las tecnologías digitales en todos los ámbitos de las ciencias experimentales. Para esto, no se ciñe a ningún modelo específico, prefiriendo explorar sin cesar las diferentes opciones que la imaginación le plantea y diseña en el vacío de paisajes despoblados, que ella habita con figuras de otro mundo, que imaginamos “real” por el mero hecho de haberse concebido y de existir en un espacio y un tiempo oníricos.
En su ya dilatada trayectoria, Marina nunca ha dejado de sorprenderse ni de sorprender con los resultados obtenidos a raíz de sus investigaciones teóricas y prácticas, ni siquiera en los inicios cuando ella pintaba y se preguntaba si eran compatibles el arte conceptual y la narratividad de sus figuraciones, o cuando dudaba si en algún momento lograría que el deseo de su legibilidad no entorpeciera el desarrollo de la obra tanto conceptual como técnica o formalmente. En una conversación con Estrella de Diego y Rafael Doctor, la artista terminaba concluyendo “si represento un ciborg como un cuerpo heterogéneo, que incorpora dentro de sí la otredad, podría ser metáfora de un mundo menos paranoicamente hostil con la diferencia que empático con ella. O si represento un ciborg, que está conectado con su entorno, podría ser metáfora de un mundo en el que la epistemología y la ética se piensen más en términos de interacción que de separación y dominio” (2). La artista siempre cita el “Manifiesto Cyborg” de Donna Haraway publicado en fecha tan temprana como 1985, autora también de otros ensayos que se anticipan a muchas aportaciones en este ámbito, como “Primate Visions: Gender, Race, and Nature in the World of Modern Science” (1989) y “Simians, Cyborgs and Women. The reinvention of Nature” (1991), donde ella encontró las herramientas para articular su propio discurso y éste con la obra. La identificación del ciborg con una especie de andrógino híbrido dotado de facultades análogas a las que caracterizan el organismo humano es propensa a eliminar las diferencias entre humano y animal, lo físico y aquello que no lo es, manteniendo la perfecta ambigüedad entre el hombre y la máquina. Su comparación, no obstante, no descarta el valor de su invención por parte del hombre que mediante la robótica ha sido capaz de fabricar su propia imitación. Las implicaciones de los avances de las tecnologías digitales aplicadas en el campo de la medicina o en el de las telecomunicaciones son aún difíciles de prever, teniendo en cuenta que su desarrollo es imparable.
Pero no es sólo esto; el enunciado que parece esclarecer mejor la actitud de Marina Núñez ante la epistemología feminista convencional y su trabajo es el que se deriva del enunciado de Donna Haraway “prefiero ser una ciborg antes que una diosa”. ¿Por qué? Porque el ciborg no requiere una identidad estable y esencialista, lo cual permite deshacer y disolver las problemáticas que han generado las tradiciones occidentales como el patriarcado, el colonialismo, el esencialismo y el naturalismo que han favorecido la formación de taxonomías y dualismos antagónicos que han sido sistémicos y que rigen el discurso occidental, como yo / otro, mente / cuerpo, hombre / mujer, civilización / primitivo, realidad / apariencia, todo / parte, verdad / ilusión, bien / mal, dios / hombre, entre todos aquellos que han perpetuado un orden social que sobrevive propiciando jerarquías y dominaciones insolubles (3).
Si para La Mettrie la comparación entre el organismo humano y el funcionamiento de una máquina autorizaba nuevos avances en el dominio de la fisiología y de la anatomía, al igual que favorecía el desarrollo del materialismo histórico y el progreso de las ciencias experimentales, liberando al hombre de la dependencia de un dios omnipresente; para Dona Haraway, la existencia del ciborg pone en tela de juicio dualismos como los que se han mencionado y que han servido para hacer indisolubles ciertas relaciones de poder entre opuestos, cuya supresión se debe a la sustitución de aquellas supuestas entidades que los caracterizan por flujos y rizomas inestables que se mezclan y entremezclan, anticipándose en los mundos oníricos y monstruosos, con imágenes propias de la ciencia ficción literaria o cinematográfica. Las figuras que pueblan los mundos de Marina Núñez son construcciones derivadas de aquellas opciones resultantes de su exploración de la aparición del yo y su disolución desde un pensamiento sistémico que ordena el mundo y trata de hacer legible el devenir. Redundando en este y otros aspectos, en conversación con Isabel Tejeda (4), la artista decía que tenía tres hermanos matemáticos y uno ingeniero y que desde muy temprano había estado rodeada de ordenadores, para explicar su afición a la ciencia ficción, desde qué ámbito se interesaba por sus construcciones y cómo se había introducido en un terreno que es mucho más característico de la literatura y del cine y también mucho más popular que propiamente asunto del arte contemporáneo o del pensamiento occidental. No obstante, lo narrativo, como subraya Estrella de Diego, no se opone a conceptual, en ningún caso; esta última incluso ve imprescindible e inevitable que el arte conceptual sea esencialmente narrativo, cuando advierte que “el mundo no se puede explicar sin contar historias”.
Marina Ñúñez, Mutiplicidad, vídeo, 2006
Recorriendo las exposiciones mencionadas, siguen surgiendo múltiples interrogantes que la propia artista parece haberse planteado reiteradamente, como se desprende de las entrevistas en las que pone encima de la mesa sus inquietudes y sus dudas, preguntándose si sus estrategias son las que deberían ser para captar la atención del espectador y del público en general, que ella quiere que se enfrente a lo extraño, a lo disruptivo, a lo que no tiene costumbre por ver, lo cual hace que busque la legibilidad de las imágenes que son producto de su invención: figuras humanas y post-humanas en las que la monstruosidad y la locura se encuentran. Estas figuras del lenguaje con las que aquellas se manifiestan articulan aditivamente la exclusión de la que son objeto, por el temor que inspiran, al desafiar la norma y estar fuera de control. Representaciones al fin y al cabo de lo siniestro humano, su lado oscuro e incurable, que ella no teme sino al contrario concibe, logran hacer existir un mundo en el que el poder del horror cobra visibilidad sin que sea posible imponer límites a sus engendros, como defienden sus “monstruas” amenazantes, simplemente por los rasgos físicos que las caracterizan y por ser inmunes a todas las causas de muerte que acechan al ser humano. El ciborg es una nueva especie que imita al hombre, pero es un organismo cibernético concebido como un híbrido de máquina y ser viviente que ha conseguido difuminar la línea divisoria que separa al hombre de los animales y de todos los seres orgánicos que pueblan la naturaleza, ante la supremacía que ostenta considerando de su exclusividad la racionalidad que se expresa a través del habla.
Figuras y paisajes distópicos narran un mundo infeliz que aparece en los sueños atormentados de una humanidad que es víctima de una imaginación precoz que ve un mundo después del mundo, sin luz ni oxigeno, y que no puede apartar de sí, por parecer que ahí se encuentran los indicios de su fin. La melancolía del ciborg es una proyección de la aberración que nos aflige, porque huele la muerte que nos acecha como la lluvia o la humedad: el ciborg es una derivación del ser humano que alcanza a vivir gracias a las prótesis que la tecnología nos brinda y nos hace pensable una vida más larga, cuestionando aquella existencia que no supere los 150 años de edad. Cuánto viviremos y si para vivir deberemos adoptar características que no tenemos, transformándonos como lo hicieron los dinosaurios hace millones de años y convirtiendo nuestros cuerpos en artefactos intervenidos por la técnica, y cuyas prótesis actúan en él automatizando procesos propios del organismo y alargando la vida. Pero, contrariamente al fin de la humanidad que la figura del ciborg podría predecir, o al menos de una humanidad tal como la hemos entendido hasta ahora, es como si, en virtud de su creación como meta actual del progreso científico y tecnológico, la supervivencia del hombre dependiera de ésta y de ahí el empeño para seguir perfeccionando este artefacto compuesto de máquina y hombre.
Marina Núñez, Sin título (ciencia ficción), 2014
El mundo de Marina Núñez está lleno de figuras oníricas que son producto de una imaginación que no teme un destino oscuro como el que aquella es capaz de reproducir en paisajes telúricos irreconocibles, que ella crea desde hace años compartiendo con ellas una experiencia vital en espacios de los que se ha borrado el tiempo. En su trayectoria no hay saltos ni cambios; tampoco una búsqueda en direcciones opuestas o una investigación de recursos que no responda a la idea o concepto previo sobre el que funda su práctica artística. Entrar en el mundo que ella crea supone implicarse en el descubrimiento de un espacio tiempo otro en el que la vida de las formas adopta connotaciones propias de lo siniestro y lo monstruoso como categorías estéticas asociadas a lo sublime y su puesta en valor a través de su representación sensible. La superficie terrestre no es en su obra la misma que aquella que conocemos; la artista diseña los espacios y contextualiza las múltiples figuras que los habitan: espacios creados especialmente para dar cabida a estos seres que ella anima, deformando sus características, como si las hubiera concebido en sueños o bajo los efectos de un estado paranormal, aunque éste sea meramente ficticio. Es impensable llegar a establecer una clasificación o una catalogación de localizaciones y figuras, pese a la utilidad que esto podría tener a la hora de establecer criterios para abordar cualquier investigación referida a su trabajo. Las variaciones a las que se presta son inagotables: la artista puede crear espacios vacíos, arquitecturas en ruinas, bosques telúricos, con o sin referencia a un mundo real devastado, transformado o alterado hasta el punto de hacerlo irreconocible.
El misterio no se deja descubrir fácilmente; es necesario introducirse en este mundo que la artista concibe siempre en construcción e irrepetible y en el que muda a sus figuras, cuya soledad es una condición de la existencia que les da la vida. “Soledad de la abyección” como diría Rocío de la Villa en el catálogo de la exposición de la Universidad de Jaén, en 2009, donde se refiere en particular a esta categoría del lenguaje para referirse a las figuras de Marina Núñez representadas en cráneos mutantes de una arqueología futura, evocando estas presencias perturbadoras que inesperadamente nos sorprenden al colocarse ante nosotros. Una abyección que procede del interior del cuerpo humano y que es percibida según ella por los órganos del tacto y de la vista, a través de los cuales se experimenta la repugnancia que inspira (5). No obstante, también se nos indica que no se puede obviar la conexión entre abyección y locura, que se identifica con lo extraño de estas figuras que dan forma a una imago mundi subyacente en la producción de la artista, haciendo valer la verdad de lo siniestro, como categoría estética y exponente de la fuerza que emana de su negatividad.
Las familias de monstruas engendradas por la artista en diferentes series tienen no obstante antecedentes en la historia del arte, no necesariamente análogos, que avalan su producción y contribuyen a significar política y socialmente actuaciones que no dan como resultado meros hechos estéticos. Ocurre como con otros períodos de la historia del arte del siglo XX, en el que la herencia de las vanguardias históricas, que recurrieron a la aberración para interpelar la realidad, propició nuevas formas de entender las prácticas artísticas. Su apropiación fue útil para su ruptura con el pasado, no aceptando la mera recreación de lo monstruoso sino para plantear la denuncia de un arte normativo, exclusivo y excluyente, que en el transcurso de la historia ha hecho valer su separación de lo real y la realidad, como si los valores artísticos y estéticos del arte en general que se suponen auténticos dependieran de esta condición, o pertenecieran categóricamente a un ámbito diferente de la historia del pensamiento, lo cual sería actualmente inadmisible. En los paisajes extraterrestres con figura o las figuras que la artista sitúa en ciertos parajes desconocidos, se observa la correspondencia entre las diferentes localizaciones que la artista crea y sus ocupantes. Si las primeras se suelen caracterizar por su aspecto siniestro y nocturnal, los sujetos del habitar parecen pertenecer a otro régimen de vida diferente del que se considera comúnmente humano y por lo tanto están fuera de nuestro alcance a no ser gracias a su invención.
Marina Núñez, Rayos-paisaje, 2001
Sus monstruas aparecen y desaparecen de las escenas que decoran sus paisajes como si se tratara de otros planetas, como las figuras de la serie compuesta de iconos femeninos de su invención –imágenes digitales en blanco y negro sobre papel (2001)– expuestas en la galería de Rocío Santa Cruz. Para mí, todas son interpretaciones de Ofelia, entendiendo la tragedia del personaje y el mito de la locura que personifica y la convierte en monstrua. Su “Ofelia” (vídeo monocanal, 2.20, 2015) evoca otras Ofelias, como la del pintor John Everett Millais (1852) o las de Delacroix (“Ofelia loca”, 1834 y “La muerte de Ofelia”, 1853), John William Waterhouse (1839), Alexandre Cabanel (1883) o la acuarela de Dante Gabriel Rosetti, (“El primer brote de locura de Ofelia”) y la de John William Waterhouse (1894). Todas las versiones se inspiran en la vida de la hija de Polonio, en la tragedia de “Hamlet” de Shakespeare (1564-1616) y los retratos de este personaje que encarna la locura de amor no correspondido y el dolor por la trágica muerte del padre, a raíz de la cual Ofelia cae desde lo alto de un sauce y se ahoga en el río, que ve debajo suyo como el mar de tristeza en el que sumerge, según el relato que se hace del episodio y cómo se suceden los hechos, sin que éstos existan a no ser por su narración. La imagen más difundida es la de Millais donde se representa la escena de la muerte de Ofelia, cuyo cuerpo flota en el agua mientras permanece inerte con los ojos abiertos sin mirar a ninguna parte, poseída por su enajenamiento.
A esta imagen que caracteriza la pintura pre-rafaelista le siguen otras como la que evoca Arthur Rimbaud en el poema homónimo que escribe en 1870, donde invoca el fantasma blanco de Ofelia, que ve pasar lentamente encima de un río negro bajo la mirada triste de los «sauces temblorosos” llorando al verla y rodeada de “rizados nenúfares”, mientras el aire nocturno desde hace más de mil años sigue transmitiendo su “suave locura”, porque la “voz del mar rompió su corazón”. Comparando su belleza con la de la nieve, Rimbaud invoca también a la “tristísima Ofelia”, flotando “como un gran lirio”, “cuando tocan a muerte en el lejano bosque”. Ofelia niña con el “corazón roto”, que los árboles miran, mientras ella sueña en el amor y en la libertad de un “terrible infinito” que ingenuamente deseaba abrazar, siguiendo las “extrañas voces” que la poseían y que el río se llevaba con la muerte a causa de su profundo dolor e incapaz de asumir el duelo por la pérdida. La belleza de Ofelia es la belleza de la soledad y de la melancolía, y de la muerte, como el fuego sobre la nieve blanca.
Marina Núñez, Ofelia (Carmen), 2015
La figura de Ofelia está muy presente en toda la trayectoria de Marina Núñez, aunque no siempre se nombre, porque aquella es una figura del lenguaje en la que tienen cabida representaciones múltiples de la distopia contemporánea que arranca del desorden de las pulsiones inescrutables que acechan en el éxtasis, el trance, la inconsciencia y el delirio de las diferentes formas o estados que puede adoptar la locura. Los dos vídeos monocanales, “Ofelia (Carmen)” y “Ofelia (Inés)” de 2015, evocan de manera explícita el mito de esta figura clásica de la literatura universal, aunque no son las únicas obras donde aquella aparece, por el hecho de no nombrarse; dos versiones muy parecidas que se yuxtaponen fácilmente y se encuentran en la experiencia de una soledad más fuerte que ellas, cuando el mar las cubre y ellas se dejan acariciar el rostro hasta desaparecer y ser también ellas mar porque están hechas de agua. Hay una y muchas Ofelias en la obra de Marina Núñez: Ofelias que levitan y flotan en el aire; Ofelias en cuyos ojos se mueven varias pupilas que nos miran a la vez; Ofelias con el rostro deforme, o la cabeza vacía, susceptible de transformarse fácilmente en seres robóticos resultantes de la hibridación cada vez más real entre el humano y el ciborg. Todas sus monstruas son de alguna manera Ofelia, porque aquellas son concebidas como seres humanos que su autora anima y dota de cualidades intrínsecas, aunque marcadas por la diferencia de ser la negación de la norma y caracterizarse por su extrañeza, condiciones éstas de la existencia trágica contemporánea.
Marina Núñez, Sin título (locura), 1996
En el texto “Claridad y penumbra” (6), la artista describe el lado que se nos oculta del mundo identificándolo con la locura, como experiencia paradigmática y lugar en el que pacientes y artistas pueden encontrarse, unos por la experiencia de la enfermedad y otros ante la necesidad de poner en cuestión lo establecido y explorar abismos que se abren cuando la irracionalidad entra en juego potenciando la creatividad de su imaginación sin temor al equívoco ni al error. En defensa de su propio trabajo y el de muchos otros artistas que como ella han querido explorar este otro lado del mundo invisible o negado, propone a modo de catarsis y a la vez de vivencia convulsa, para emplear sus palabras, una mirada a través de la cual podemos atisbar que no hay una forma de identidad que no incluya la extrañeza de la división y de la fragmentación del ser de lo humano. El mito de Ofelia ha sido reinterpretado sin cesar, pero la identificación del modelo con un ciborg hace que éste se entienda como un ser sensible, al que invade una melancolía oscura tanto con respecto al pasado como al futuro, a causa de la incertidumbre de su destino. Patricia Mayayo, por su parte, atribuye la estetización de la figura de la histérica, producto de la confluencia entre legado artístico e imaginería médica, a la exploración de Marina Núñez en la serie “Sin título (locura)” de óleos, infografías y dibujos iniciada en 1995, donde ésta manipula y modifica las fotos de Charcot mezclándolas con referencias a la tradición pictórica marcada por el discurso patriarcal (7). Esta estetización es análoga a la que se ha hecho en la historia del arte de la figura de Ofelia y a la que en contraposición hace la artista alterando su fisonomía de mil maneras, para deconstruir el mito y devolverla a la realidad.
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Notas:
- José Jiménez, en “El fuego de la visión” (catálogo editado por la Comunidad de Madrid y Artium, 2015, a raíz de la exposición monográfica en la sala Alcalá 31), afirma que “todos nosotros somos, ya hoy, en mayor o menor medida, organismos mixtos, compuestos: ciborgs. Y lo iremos siendo todavía más en este futuro aceleradamente presente que ya se deja ver. Por eso, la propia Marina Núñez, ha podido hablar de “Nosotros los ciborgs”, y llamar la atención acerca de que esa fusión del cuerpo con la tecnología supone una alteración significativa de la identidad, así como la generación de un nuevo tipo de subjetividad”.
- En el catálogo de la exposición en el Centro de Arte de Salamanca (2002). En esta conversación, Estrella de Diego hace alusión a la figura del artista como un artesano de las formas al igual que el escritor es un artesano de las palabras. No obstante, se interesa por el modo en que la artista hace compatibles la pintura y la técnica cuando dice estar convencida de que aquella “utiliza el ordenador casi exactamente al igual que utiliza el pincel”.
- Donna Haraway reivindica la urgencia de una revisión de las narrativas occidentales, desde distintas disciplinas –ciencia, tecnología y feminismo– proponiendo alternativas al feminismo histórico que no rechaza pero trata de abrir a nuevas perspectivas en contra de todas las formas de dominación.
- Isabel Tejeda, en “Marina Núñez o la construcción del ciborg. (Revista digital, n. 18, Año 9, vol. 1 – mujeres y tecnología, pp 1-19). 5. En “Retratos de la Abyección”, catálogo individual, Ed. Universidad de Jaén 2009, pp. 11-18.
- Rocío de la Villa en “Retratos de la Abyección”, (catálogo editado por la Universidad de Jaén en 2009, pp. 11-18).Uno de los mejores textos sobre la abyección en la obra de Marina Núñez es el de Rocío de la Villa, cuyo análisis crítico es imprescindible para conocer el mundo de la artista, las familias de retratos que lo habitan y sus múltiples conexiones, como se desprende de un fragmento como el siguiente: “La mujer como sujeto muerto. El cadáver es el colmo de la abyección, el más repugnante de los desechos: “es un límite que lo ha invadido todo”. Durante algún tiempo, en sus retratos se mantienen el Adentro y el Afuera. Los rostros son caras silueteadas sobre las que se sobrepone lo rechazado. Y también se superponen los instrumentos de tortura que acompañan a la indagación de la artista sobre la locura, bajo la variedad de la histeria, en que desemboca la sumisión impuesta a las mujeres durante la Modernidad. (…). Pero pronto vuelve la anterior confusión de los rostros cubiertos de vello y de las bocas borradas, con las anamorfosis deformantes y nuevas formulaciones de efluvios, y con ellas, la exteriorización del adentro abyecto. Y al tiempo, la ambigüedad que “no abandona ni asume una interdicción, una regla o una ley, sino que la desvía, la descamina, la corrompe”. En los rostros de las heroínas crecen los filamentos, las venas, los conductos y los nudos linfáticos se evidencian, mientras exhalan alientos eléctricos. Es lo abyecto que emana del interior, rechazado pero propio, tan repugnante como algo externo frente a lo que reaccionaríamos protegiéndonos: “extrañeza imaginaria y amenaza real, que nos llama y termina por sumergirnos”.
- En “El fuego de la visión” editado por la Comunidad de Madrid y Artium en 2015, con motivo de la exposición del mismo título que se realizó en la sala Alcalá 31 en esta fecha (pp. 29-32). La artista se extiende a continuación sobre la extrañeza de la locura y su represión en los siguientes términos: “Podemos alejar, arrinconar, encerrar a los locos y a los monstruos, intentando así ordenar el mundo en conceptos claros y separados y protegernos al otro lado de la línea divisoria, pero íntimamente sabemos que representan nuestra propia fragilidad y vulnerabilidad. Porque las paredes que separan nuestra normalidad de nuestras deformidades, nuestro juicio de nuestras enajenaciones, no son estancas sino llenas de poros…”.
- Patricia Mayayo, en “Charcot reinterpretado” (Jano Medicina y Humanidades, n. 1651, 11-17 de mayo de 2007, pp.52-54), donde a propósito de la serie mencionada agrega que “pone de relieve el paralelismo existente entre dos discursos de sesgo patriarcal: el discurso de la medicina decimonónica sobre la histeria (que se articula en torno a la figura de la mujer, pero sin su participación) y el discurso de la pintura como género masculino del que la mujer ha sido tradicionalmente excluida”.
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