CATACLISMO

CONSTRUCCIONES DE GÉNERO Y SEXUALIDAD EN EL CINE

Pedro Almodóvar, cartel de la película Volver, 2006

Nieves Febrer

Emprendemos a continuación un análisis breve y aproximativo sobre estética musical feminista, centrado, en nuestro caso, en la música popular y en los actores mujeres que la ejecutan e interpretan y que participan activamente en su carácter funcional, usos y simbolismos, tal y como veremos en el cine de Pedro Almodóvar, cuyas protagonistas se encuentran estrechamente vinculadas a la música urbana, tradicional y/o folclórica, aportando un proceso de feminización tanto en la recepción como en la representación sociocultural.

Como experiencia estética, la música, el arte, la danza, el teatro, etc., comparten espacios representativos –y/o performativos– muy similares e inseparables. Hombres y mujeres elaboran una puesta en forma en la que se articulan aspectos institucionales, hegemónicos, rituales y factuales condicionados por una serie de pautas normativas culturales. Por ejemplo:

Varios estudios han venido mostrando cómo las diferentes ideas sobre los sexos han sido determinantes respecto a quién interpretaba en el teatro del s. XVII los papeles musicales femeninos (mujeres en Francia y en España; mujeres o castrati en Italia; muchachos en Inglaterra), y los masculinos (hombres en Francia, mujeres en España, mujeres o castrati en Italia, muchachos en Inglaterra (Ramos López, 2003: 91).

 Se trata así de un sistema de comunicación simbólico constituido por elementos visuales, sonoros y verbales.

Estética musical feminista. Al igual que en otras disciplinas académicas, alrededor de los años 70 surgen en el arte, la historia y la antropología los estudios de género, dedicados, por un lado, a revisar investigaciones hasta la fecha marcadamente androcéntricas que invisibilizaban la actividad de una gran parte de la población como son las mujeres; y, por el otro, a intentar desmontar la aparente lógica «natural» que establece lo que es ser masculino y femenino.

Desde una perspectiva constructivista, los estudios de género hunden sus intereses en aquellos elementos que sentimos, percibimos e identificamos como persona femenina o masculina dentro de una cultura. Para ampliar el texto que sigue, indicaremos que existen diferencias entre unas sociedades y otras a la hora de establecer determinadas actividades según los hombres o las mujeres. Esto significa que la división sexual del trabajo no señala las relaciones de género, sino que son las relaciones sociales de género las que concretan modos de repartir el trabajo (Comas d´Argemir, 1995). Este es uno de los factores clave de dominación masculina, ya que define la identidad y funciona como un poderoso instrumento de valoración personal y social, producto del contexto histórico y de las diferentes formas de vida. Hablamos de un rasgo universal, que establece jerarquías tanto de tareas como de personas.

Recordemos que en este breve artículo no nos hemos adentrado en la tarea de justificar los diferentes roles adoptados por la etnomusicología desde sus orígenes1, bien como subdisciplina de la antropología (o de la musicología), o como campo interdisciplinario (Nettl, 1992; Merriam, 1977). Nos interesa, en cambio, introducirnos en su especificidad como producto cultural, esto es, situarnos más concretamente en el estudio antropológico del fenómeno musical, en los procesos de creación, en las estructuras musicales y en el contexto en que aparecen. De esta forma, recalcamos la importancia de los medios de difusión artístico-tecnológicos (en nuestro caso: el cine) como parte de la dimensión sociopolítica de los fenómenos de masas y/o cultura de masas.

El estudio de la música de autoría femenina destaca, entre otras muchas cuestiones, por su nacimiento tardío en la literatura especializada y por los diversos métodos de investigación utilizados, no exentos aún hoy de numerosos debates y discusiones2. Se inicia, pues, con un considerable retraso con respecto a otras disciplinas, y no es hasta los años ochenta y noventa cuando se establecen nuevas corrientes críticas. Éstas surgen con el firme compromiso de recuperar y visibilizar el trabajo y la labor femenina en la música culta, urbana y/o popular. Se plantean varias líneas de acción destinadas a reconocer la importancia de las mujeres, así como la necesidad de reevaluar sus experiencias en la vida pública y privada y de difundir las estrategias que han desarrollado para luchar contra los hábitos patriarcales. Se presta así atención a situaciones y/o actividades ideadas por y para ellas como autoras, intérpretes y receptoras. En este sentido, son de obligada mención las aportaciones de Susan McClary (1991), Karin Pendle (1991), Ruth Solie (1993), Marcia Citron (1993) o Lucy Green (1997), entre otras.  Estas escritoras denuncian, principalmente,, que en la historiografía contemporánea rara vez leemos monografías de mujeres músicas de manera autónoma. Por el contrario, suelen adquirir una posición complementaria de esposas, amantes, hijas o madres; o minimizan su profesionalidad por dedicarse a géneros considerados menores, como se explicará seguidamente.

Por este motivo, desde las últimas décadas las mujeres han centrado su interés en nuevos sectores productivos donde poder expresarse que no estén históricamente acotados y limitados por el dominio masculino como sucede, por ejemplo, con la composición en la música; o, en el terreno artístico, con la pintura o la escultura más tradicional, y cuya visibilidad femenina es menor. Aclararemos que no es que las mujeres hayan carecido de talento para realizar estas actividades a lo largo de la historia, sino que son los factores culturales, educacionales, sociales e institucionales los que han impedido que este talento pudiera desarrollarse libremente (Nochlin, 1971). Incluso en la más reciente música popular urbana pop/rock, pongamos por caso, el modelo legítimo del músico es fundamentalmente masculino, cuyo marco de representación perdura desde los orígenes mismos del bluesman americano.

A este respecto, habría que mencionar el artículo publicado por Frith y McRobbie en 1978, «Rock and Sexuality», en el que afirman que el rock, a pesar de tener un sistema de valores basado en conceptos como «libertad» y/o “rebeldía»,  se mantiene inmerso en un fuerte perfil masculino que imita ideológica y culturalmente los supuestos patriarcales:

El rock ha sido desde sus inicios un terreno de debates sobre la moralidad siendo considerado, por un lado, un peligro para las buenas costumbres y una amenaza para la moral y convirtiéndose, por otro, en bandera de los defensores de la libertad sexual. Pero el mensaje sexual del rock y la supuesta liberación que proponen tienen una caracterización  fuertemente masculina.

[…] Partiendo de esta premisa, Frith y McRobbie pretenden saber cómo los estereotipos presentes en el rock funcionan en la construcción de las identidades de género, afirmando que las posibilidades de identificación respecto a sus mensajes son más numerosas para los chicos que para las chicas. La existencia de una mayor variedad de modelos de masculinidad se debe a que la producción y difusión del rock están dominadas por los hombres (Viñuela Suárez, 2003).

Por ésta y otras cuestiones, las mujeres han desarrollado sus propios estilos de comunicación marcadamente femeninos y reconocibles, debido a sus características técnicas y formales. Es habitual encontrarnos hoy día con muchas más intérpretes que autoras, siendo la mayoría de ellas cantantes, aunque su estatus sociocultural dependa igualmente del género musical al que pertenezcan.  Mientras que en el jazz o el soul las mujeres han obtenido una gran notoriedad histórica (Aretha Franklin, Natalie Cole, Billie Holiday, Bessie Smith, Roberta Flack o Ella Fitzgerald), localizamos en menor medida mujeres rockeras que hayan alcanzado un verdadero reconocimiento social. Podríamos señalar entre algunas pocas a Janis Joplin, Joan Baez o Patti Smith. Comúnmente, además, hay pocas mujeres que toquen la batería, el bajo, el saxo o la trompeta: «Las bandas de rock, con independencia de su estilo, suelen manifestar su dificultad para encontrar buenas bateristas o bajistas, instrumentos raramente interpretados por mujeres» (Ramos López, 2003: 107).

De igual forma, el cante hondo flamenco, serio y difícil, es hegemónico de los hombres, mientras que, por el contrario, las mujeres están relegadas al cante chico y festivo, considerado un género menor. La música nos autodefine y nos proporciona un lugar social. Este lugar, en el caso de las mujeres, continúa siendo susceptible de recibir significaciones fuera del canon, es decir: mientras que el trabajo masculino adquiere connotaciones de «verdad» y «autenticidad», el trabajo femenino se manifiesta más bien de un modo «ligero». Así, los géneros musicales femeninos, o que están dirigidos hacia las mujeres, se consideran menores y, por lo tanto, son valorados institucional y socialmente como secundarios. Lo legítimo masculino es, pues, lo que señala el modelo.

En este sentido, la tesis escrita por la investigadora Lucy Green (1997) es, a nuestro parecer, de notable interés, ya que la autora justifica la existencia de un mayor número de mujeres cantantes en el hecho de que éstas no utilizan ningún instrumento ni medio tecnológico. Es decir, las mujeres hacen uso de un elemento natural (su voz) sin llegar a manipular tecnología. Cantar, así, reproduce la feminidad, ya que exterioriza el cuerpo y no hay una mediación material interruptora. Green señala que la imagen de la mujer cantante, que exhibe su cuerpo y su voz en público, se relaciona en numerosas culturas con la de la prostituta. En el ámbito privado y doméstico, en cambio, las madres han perpetuado durante décadas la tradición de cantar nanas a los bebés y ser las primeras maestras dentro del hogar. Los instrumentos de cuerda o teclado eran así permisivos, ya que servían para introducir a los hijos en la enseñanza musical y funcionaban de acompañamiento en la casa y en la iglesia. Green atribuye además esta licencia al  hecho de poder tocarlos en una postura recatada, sedente. Hablamos, pues, de la existencia de instrumentos «prohibidos» según su tamaño, complejidad y/o sonoridad; criterios sociales y educativos, como vemos, que subsisten actualmente.

Procesos de musicalización visual. Antes de adentrarnos en el cine de Pedro Almodóvar, vamos a ilustrar brevemente los procesos de musicalización visual. El medio fílmico despliega interrelaciones varias de elementos (signos icónicos, sonoros, gestuales y verbales), junto con una serie de articulaciones discursivas (montaje, movimiento de cámara, etc.) cuyo resultado es un artefacto textual construido bajo una lógica narrativa compleja.  El análisis de este artefacto nos ayuda a comprender «cómo, desde dónde y por qué una película produce efectos de conocimiento» (Zunzunegui, 1996: 10) En definitiva, tal y como señala Santos Zunzunegui, se trata de poner al descubierto lo que de constructo tiene el ojo que observa, a sabiendas de que la percepción nos aporta datos interpretativos  organizados sensorial y nominalmente.

Dentro de todas estas relaciones varias de elementos, el sonido musical es primordial, ya que aporta un exceso de significante en la imagen que potencia la proyección espacial y temporal del film, participando activamente en crear una mayor verosimilitud en la historia, rehabilitando los silencios, describiendo personajes, representando circunstancias, estados de ánimo, transcursos evolutivos del relato, emociones, etc. Forma parte de una serie de funciones narrativas, estéticas y/o expresivas que caracterizan determinados signos de puntuación en el discurso, aportando datos contextuales, separando secuencias y ambientando diferentes escenarios.

Seleccionamos así dos tipos diferentes de música en el cine: una llamada «de foso» y otra «de pantalla». La primera se llama así porque hace referencia al foso de la orquesta y se superpone a la imagen desde una posición of o extradiegética, es decir, se manifiesta fuera del lugar y del tiempo de la acción. Tiene su origen en los primeros años del cine mudo, cuando los films se proyectaban con acompañamientos musicales que facilitaban la lectura del mismo y recreaban un contexto propicio de representación cinematográfica, ya que ayudaban a enmascarar los «ruidos» del proyector, del público, del exterior, etc. La segunda, en cambio, está situada directa o indirectamente en el universo diegético mediante, por ejemplo, una radio, un televisor o si uno o varios personajes están cantando o tocando algún tipo de instrumento (Chion, 1993, 1997).

Francisco Cruces recalca por este motivo la importancia de la recepción auditiva: «el sonido es señal acústica y fuente cultural de percepciones, sensaciones y conceptos: oímos, escuchamos, entendemos y comprendemos» (Cruces, 2002). Un sistema musical, continúa el autor, que responde a una coherencia interna, aquella que surge en la gramática (lenguaje sonoro), en el texto (efecto estético e intención comunicativa), en el contexto (usos, citaciones de frases y tradiciones sonoras) y en los aspectos socioculturales.

En suma, la música en el cine no es ni neutral ni imparcial, sino que acoge en sí misma, como hemos visto, una serie de pautas que identifican códigos relacionados muy estrechamente con lo que en la literatura antropológica se ha designado como «reflejo social», ya que retratan y representan los problemas emocionales, históricos, estéticos y/o conceptuales del autor y su inmanencia a un grupo sociocultural determinado.

Modelos de representación en el cine de Pedro Almodóvar. Abreviando lo escrito hasta aquí, podemos simplificar el trabajo de Pedro Almodóvar en unas pocas palabras claves: manchego (cultura rural y religiosa), autodidacta (cultura urbana) y «movida madrileña» (contexto sociocultural) (García de León y Maldonado, 1989).

En sus films, el cineasta despliega un abanico caricaturizado de la realidad, en el cual la mujer adquiere una inusitada  relevancia:

1. Las mujeres son agentes activos, toman decisiones y, sobre todo, adquieren roles familiares: madres, hijas o hermanas.

2.  Son mujeres solitarias,  situadas en ámbitos en los que se da una marcada ausencia masculina.

3. En general, son mujeres inteligentes y con prestigio social, pero también incluye papeles de amas de casa, azafatas, recepcionistas, etc.

4. Las ancianas son los outsiders, seres inadaptados a la vida urbana (recuérdese el personaje de Chus Lampreave en Qué he hecho yo para merecer esto (1984) cuando no encaja en ningún sitio, siempre quiere irse, sus reiteradas escapadas y salidas al parque, etc.).

5. Añade mujeres enlutadas (tradición) versus mujeres casamenteras (modernidad).

Mientras el cine de la época franquista apostaba por el «exotismo» español3, cuya identidad social se concebía de un modo homogéneo, en Almodóvar resurge una visión diversificada y enmarcada en un fenómeno cultural concreto: el camp, el punk y el glam rock neoyorkino.  Hallamos así una frontera difusa en el uso del lenguaje de roles, entre lo masculino y femenino, o dicho de otra forma, una construcción «artificiosa» de los géneros. En definitiva, un «reciclaje» social, donde:

Los artistas de los ochenta tomaron la vanguardia como un proceso de reapropiación paródica de elementos centrales a la iconografía tradicional y dotaron de un significado nuevo a todo ese legado icónico del franquismo de una manera lúdica (Yarza, 1999: 16).

 En este sentido, lo tradicional, según Raymond Williams, impulsor de los cultural studies a partir de la década de los años cincuenta, no es más que «una reproducción en acción» que se remodela y reconstruye:

Es un proceso de continuidad deliberada, y se puede demostrar mediante el análisis de que cualquier tradición constituye una selección y reselección de aquellos elementos significativos del pasado, recibidos y recuperados, que representan no una continuidad necesaria, sino deseada. Es importante señalar que el deseo no es abstracto sino que está efectivamente definido por las relaciones sociales generales existentes (Williams, 1994: 172).

Recogiendo estas teorías, en el cine de Pedro Almodóvar tradición y modernidad se localizan así tanto en una «sociedad de contrarios» (García de León y Maldonado, 1989), como en un constante proceso de «hibridación» y/o «bricolaje», esto es, una red de relaciones intertextuales ubicadas en un tiempo y espacio determinados.

A nivel visual, la filmografía almodovariana se nutre de una puesta en forma en la que las identidades de sus personajes femeninos, el amor, el deseo y las emociones que los envuelven, circulan en un escenario minuciosamente elaborado: basta mencionar el valor estético de los decorados, vestuario, atrezzo, etc. Nos referimos a una estética caracterizada por la utilización de la copia, lo falso, el kitsch, el fetichismo, la profusión de colores y, claro está, la música popular como un objeto más recontextualizado.

La música en Almodóvar. Llegados a este punto, el papel que ocupa la música en el cine de Pedro Almodóvar es fundamental, siendo uno de los elementos primordiales que articulan todo su discurso cinematográfico prácticamente desde sus comienzos4. Es habitual que en películas como La flor de mi secreto (1995), Carne Trémula (1997), Todo sobre mi madre (1999), etc., el uso y la función de la música adquieran una presencia indispensable, ya que es capaz de describir y proyectar ambientes y personajes otorgándoles un sentido hiperreal y melodramático, así como también induce a recalcar la memoria colectiva e individual, social y cultural.  Por este motivo, en líneas generales, consideramos el hecho musical cinematográfico desde una perspectiva global, situando el análisis de la música en la cultura y, al mismo tiempo, como cultura.

Aunque es el compositor Alberto Iglesias el artífice de la mayoría de las bandas sonoras de sus films, como sucede con las ya nombradas y, entre otras, con Hable con ella (2002), La mala educación (2004), Volver (2006), Los abrazos rotos (2009) o La piel que habito (2011), Almodóvar elige personalmente un gran número de canciones ya preexistentes, con el objetivo de trasmitir una plusvalía narrativa, emotiva y subjetiva, que tiene mucho que ver, a su vez, con los gustos y las vivencias del propio autor:

Almodóvar ha sabido dosificar su tendencia a la utilización de músicas preexistentes, o al menos la motivación para hacerlo no parece ser ya la desconfianza hacia el material original, nunca tan elocuente, desde su punto de vista, como una canción previamente conocida y enriquecida por lecturas personales (Cornejo Arruabarrena, 2005).

La construcción de género en sus películas, se consigue mediante un leitmotiv músico-visual altamente feminizado, que se empapa de los elementos que hemos mencionado más arriba, así como de imágenes sonoras que nos evocan la melancolía, la herida, la ausencia, la renuncia al amor y, sobre todo, «la existencia de objetos como huellas metafóricas del tiempo irrecuperable» (Gubern, 1974). Hablaríamos de una serie de reconfiguraciones, siendo aquellas que son asimismo las que subyacen en la comprensión del relato y en el «sistema de relaciones sensibles e imaginativas estimuladas por la materia de que están hechos los significantes» (Eco, 1968: 105).

Las canciones en las películas de Pedro Almodóvar transmiten pues una recontextualización histórica, social e individual, precisamente por su alto sesgo nostálgico. El uso de boleros, tonadillas, tangos y, en general, canciones populares reinterpretadas (habitualmente por mujeres) para diferentes momentos narrativos, se funde con los aspectos estéticos de sus films. En definitiva, son signos visuales, sonoros y verbales que se insertan en universos ficticios, pero que nos sirven, una vez más, para confeccionar efectos de verosimilitud en base a la experiencia estética interior.

En Volver, por ejemplo, la canción principal homónima (interpretada en el film por la cantante Estrella Morente) recoge gran parte de estas apreciaciones, en cuanto a elementos formales repetitivos, cadencias esperadas, estribillos consabidos que organizan y dan sentido a nuestras trayectorias vitales:

Las funciones sociales de la música popular están relacionadas con la creación de la identidad, con el manejo de los sentimientos y con la organización del tiempo. Cada una de estas funciones dependen, a su vez, de nuestra concepción de la música como algo que se puede poseer.  […] Daremos por sentado a partir de aquí que la música que escuchamos constituye algo muy especial para nosotros: porque de un modo más intuitivo nos provee de una experiencia que transciende la cotidianidad y que nos permite salirnos de nosotros mismos. La consideremos especial no necesariamente en referencia a otras músicas, sino al resto de nuestra vida (Frith, 2001: 427).

La estética músico-visual en Volver, como en otras de sus películas, recontextualiza estas nociones y refleja valores feminizados como la fuerza, la valentía, la desesperación, la locura, la soledad, la camaradería, la nobleza, etc., y mecanismos de construcción de género y sexualidad relacionados, entretanto, con el ser masculino y femenino, la maternidad y/o con historias familiares, urbanas, rurales y literarias. Como ya hemos señalado anteriormente, este film muestra las limitaciones impuestas por el patriarcado, obligando a las mujeres a abandonar la profesión de cantante por ser un trabajo cargado de adscripciones negativas (exhibición, etc.). En cambio, para las actrices/cantantes y/o tonadilleras españolas, practicar esta actividad musical les permitía ser independientes económicamente y «podían franquear las convenciones de sexo y los estamentos sociales, libertades inalcanzables para las mujeres de su época, atadas a sus padres, hijos o maridos» (Ramos López, 2003: 92).

 Pedro Almodóvar, fotograma de la película Volver, 2006

Son varios los estudios etnográficos (Rivers, 1954; Brenan, 1957; Peristany, 1966) que representaron a este tipo de mujeres (socialmente más «libres») como “gitanas de largos cabellos adornados con flores”, desinhibidas sexualmente, transgresoras de las normas sociales y/o cercanas a lo marginal. Una imagen, por tanto, distorsionada, heredera del llamado «mito de Carmen». Estos estereotipos «españolizados» se han mantenido gracias a una sociedad que algunos historiadores, sociólogos y antropólogos quisieron ver como primitiva, subrayando su carácter exótico, supersticioso y atrasado, y plasmando los tópicos, los arquetipos culturales y el imaginario colectivo.

En suma, el microcosmos músico-visual diegético y extradiegético almodovariano establece este tipo de representaciones, ofreciendo una lectura artificial ante situaciones cotidianas y aportando al espectador, como hemos comprobado, un claro exceso de información emotiva feminizada.

 

Referencias bibliográficas

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Notas:

1. Las primeras interacciones entre antropología y musicología comienzan con la trascripción que realizó Franz Boas en 1882 sobre las canciones de los esquimales en su libro The central eskimo. La etnomusicología, originariamente, se denominaba «musicología comparada», ya que se centraba en las culturas musicales exóticas y/o no europeas y/o de transmisión oral. Básicamente, recogía la metodología propia de la antropología cultural (etnografía y trabajo de campo). A partir de los años sesenta y setenta, surgen nuevas corrientes científicas desde el estructuralismo, la semiótica, el simbolismo o la antropología urbana. Las definiciones sobre los campos de investigación y los objetos de estudio a los que se dedica esta disciplina continúan aún debatiéndose (véase en Martín Herrero, 1997).

2. Pilar Ramos López (2003) presenta como libro pionero el escrito por Sophie Drinker, Music and Women (1948), dedicado al estudio de las mujeres en la música culta occidental. Se considera un caso aislado, ya que no es hasta la década de los años setenta cuando los historiadores y los musicólogos comienzan a interesarse por las compositoras y sus obras. Los antropólogos, en cambio, centrados en investigar culturas populares, exóticas y/o folclóricas, sí que habían estudiado previamente el papel femenino en la composición, interpretación y recepción musical.

3. La «españolada», como visión idealizada forjada mediante el romanticismo europeo del siglo XIX, incluía en su repertorio a las tonadilleras, el torero y la comunidad gitana, representaciones llenas de tópicos, folclore y «bandolerismo» que contribuyeron a elaborar una imagen distorsionada. En cambio, en los años ochenta y principios de los noventa «lo gitano» comenzó a adquirir paulatinamente connotaciones vinculadas a la autenticidad, la verdad, la modernidad, la juventud y la cultura, sirviéndonos de ejemplo el cine de Carlos Saura con Bodas de sangre (1981), Carmen (1983) o El amor brujo (1986).

4.  Gran parte de la relación de Almodóvar con la música viene marcada por su vinculación con la «movida madrileña» (1978-1988), movimiento cultural que tiene sus orígenes durante la transición española.

 

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